Los últimos cuatros años he pasado por un cuantioso número de personas y lugares. Sin ser viajera he sentido lo efímero de las relaciones interpersonales y de estar en un sitio con un tiempo de caducidad. Tener un tiempo límite ya sea por un trabajo, un proyecto personal o un permiso migratorio hace que vivas intensamente cuestiones que un contexto normal lo tomarías con calma, con esto no quiere decir que la intensidad represente solamente sensaciones placidas, también simboliza el dolor profundo de dejar, olvidar y ser olvidado por el paso del tiempo y el desgaste propio que conlleva alejarse de la cotidianidad del otro.
Generalmente se ve el cambio como una meta, el paso
para salir de la zona de confort, el camino para alcanzar algo mejor.
Últimamente pienso en el cambio como un proceso que si bien me permite crecer
como ser reflexivo, me da punzadas constantemente en mi vientre, que duelen y
revuelven todo por dentro.
Como persona quizás aventurera, me atrae lo nuevo, el
famoso cambio, pero a veces eso me despersonaliza y vivo fuera de mí, sin
sentir, sin vivir realmente, como un fantasma que solo observa o vive algo
irreal porque no es capaz de sentir claramente o cuando puede hacerlo todo es
doloroso.
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